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El Discípulo de Sócrates

El discípulo de Sócrates abandonó el ágora

con las lágrimas resbalando por sus mejillas,

confundido y sin entender lo que acababa de ocurrir.

 

Su maestro había comenzado un diálogo,

al principio con preguntas inofensivas

que él contestaba sin entender a que conducían.

 

Luego aquellas preguntas empezaron a tocar heridas,

de esas internas, de las del corazón.

De las que dolían.

 

Cosas que no le gustaba reconocer

que apenas alcanzaba a entender

pero que sí, dolían.  

“La verdad está en tu interior” había dicho su maestro… Pero resultó que buscarla dolía. Se sentó en el suelo, cansado y herido ¿Por qué su maestro le hacía daño con aquellas palabras?  ¿Por qué nadie le entendía?

Herido, decidió escapar de aquellos sentimientos. ¿Qué hacer?  Sólo se le  ocurrió volver a los lugares en los que se sintió feliz, donde rió y contó historias que fueron escuchadas, donde nadie hurgó en sus heridas, esas que dolían.

Y allí, entre dibujos de brujas y fotografías antiguas, se encontró con una herida que dolía, y mucho… era el dolor de las cosas perdidas para siempre 

Entonces El discípulo de Sócrates sintió como algo que estaba patente, a flor de piel, emergía hasta sus ojos  cogiéndole casi por sorpresa

Volvió a huir de las lágrimas que surgían, del dolor que sentía. Huyó a otro lugar familiar donde antiguamente el dolor y la tristeza se desvanecían,  donde las lágrimas se diluían en las olas del mar, en su playa particular…

Y las olas ahogaron sus lágrimas y su tristeza, y mientras escuchaba el oleaje pensó que quizá, solo quizá, no tenía respuestas que dar, ni a él ni a nadie más.

Porque al fin y al cabo  ¿Quién era él para pretender tal osadía? ¿Y si expresaba sus dudas? Si era humilde y compartía sus emociones ¿Qué ocurriría?

Dio rienda suelta a sus sueños, sus fantasías, que fluyeron haciéndole reír y llorar, convertir su vida en una locura entre lo inventado Y lo real.  Soñó despierto, vivió dormido y siguió despertando.

Sintió como aquella nueva vida crecía sin parar, ocupando todo su presente, dándole sentido. Ahora, ya no era nada sin su vida adicional, le definía, le convertía en algo muy lejano de aquel discípulo que huyó de las preguntas de Sócrates. 

Sin embargo, El discípulo de Sócrates se detuvo en sus pensamientos. ¿Realmente había aprendido algo de todo aquello? Leyó sus propias palabras y reconoció sus mismos miedos, las mismas pasiones. Fue como verse desde fuera. ¿Y si todo aquello siempre había estado ahí? Solo que no había sabido verlo. ¿Y si Sócrates tenía razón? Volvió junto al mar. ¿Le darían las olas las respuestas?

Escuchando el calmado oleaje El discípulo de Sócrates se preguntó ¿Qué marca la diferencia? ¿Qué hace que uno alcance sus sueños? ¿Qué hace que uno sea amado u odiado? Le parecía algo que estaba fuera del alcance de su mano. Porque a pesar de sus intentos, la vida parecía jugar con él, dándole una vida nueva, dudas nuevas. ¿Dónde estaba la magia de la vida? Esa que te daba lo que querías. Una ola rompió a sus pies, le pareció que murmuraba…

Despertó junto a las olas, las que desde siempre rompían en su playa, le devolvieron su imagen de niño, siempre junto al mar. El discípulo de Sócrates se dio cuenta de que siempre había sido el mismo, solo que hoy se había conocido.  Sí, despertó.

Y en su despertar miró al mar, observó a los bañistas nadar y se preguntó si él sería capaz.  Y nadó…

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