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26 de abril
 

Querida Estrella,
 

Son las 19:45, te escribo sentado en la caseta de los suplentes del campo de fútbol abandonado. Como ves, he bajado de mi colina. Soy consciente de que estoy corriendo un riesgo, por el lugar, por la hora, por muchas cosas. Es el momento en que sucede todo y el que debo aprovechar para que las cosas salgan bien, o al menos como se espera.
Llevo viniendo toda la semana, con mi maletín, mi traje azul, mis gafas de montura negra y el sombrero. Me acomodo en la estructura metálica oxidada y simulo leer un libro, salvo hoy, que te escribo apoyado en él. También me dedico a controlar los tiempos del reloj, debo irme antes de las 20:00, si no soy precavido todo puede irse al traste, soy consciente de que camino al filo del alambre.

 

Si tengo que serte sincero, estoy inquieto. Esperaba que apareciesen los chicos del bar. Cada día, antes de venir, paso por allí para tomar una copa y dejarme ver. Luego vengo para acá y adopto esta pose, la que ellos, llegado el momento, se encontrarán. Pero hasta ahora no han aparecido. La verdad es que estos días atrás no me hicieron ningún caso, han mantenido las distancias conmigo. Ni siquiera los escuché urdir ningún plan. Aunque eso lo considero algo bueno, porque puede significar que soy su siguiente proyecto. No lo sé, si todo va como lo imagino, así debe ser. Si los he valorado bien, si supe ver sus cualidades sin infravalorarlas. Mi trabajo me cuesta, lo reconozco. 
 

Casi es la hora de irme, otro día perdido. Puede que después de todo estuviera equivocado. Pero no, espera un momento. Ahí vienen. Traen un balón de fútbol y ropa deportiva, parece que quieren echar un partido, o algo así. Alguno de ellos me mira fugazmente, intercambiando un gesto cómplice con sus amigos. Una sonrisa en primer lugar y una afirmación a continuación. Sí, todo va bien. 
 

El grupo de amigos se ha colocado en la portería que queda a mi izquierda, la más cercana al callejón. Uno de ellos juega de portero y los otros lo hacen de modo independiente marcando en la única portería. Es el juego de la eliminatoria, una limi, como me recuerda mi mente adolescente adormecida en algún lugar del cerebro. Las reglas de ese juego infantil resurgen y tengo que reconocerte que me hace sonreír. El jugador que marca se clasifica para la siguiente ronda, el resto, sigue jugando. El portero, tras cada gol, lanza el balón de espaldas para no ver a los jugadores y no favorecer a ninguno de ellos. A veces, la pelota cae cerca de mí y el jugador que viene a por ella evita mirarme, aunque yo descubro cómo lo hace de soslayo. Ya sé que están aquí por mí.
 

Sé que tendría que tener miedo. Sería lo normal, pero ya lo sabes, me conoces y lo he dicho en estas cartas, no va conmigo. Ellos deberían estar asustados, pero la ignorancia los vuelve valientes. Son jóvenes, fuertes y actúan en grupo. Yo soy más inteligente. 
 

El desconocimiento, el gran punto débil. No saben que yo no tengo miedo de ellos, ni se imaginan hasta qué punto tengo el control de la situación. De todas maneras, no tienen nada que temer, no son mi objetivo. Los miro y veo que tenemos cosas en común, que estoy más cerca de ellos que de ti, lo reconozco. A pesar de que piense en ellos como un instrumento. ¿Tú eres un instrumento? Tal vez te sientas así, seguro que sí. Aunque tú formas parte de algo positivo, al menos en términos convencionales. Sé que eso no te consuela. En cualquier caso, yo lo veo como algo totalmente distinto. Hay gente con la que tienes cosas en común, otras con las que compartes intereses a pesar de ser totalmente diferentes. Nunca se sabe muy bien qué te une o te separa. Tener la capacidad de percibirlo e identificarlo es lo que finalmente marca la diferencia. En el caso de ellos, de alguna manera, he hecho una elección; en tu caso, no es así, no puedo controlar mis emociones, ni lo que significas para mí. ¿Cómo definir esos sentimientos? Supongo que me es imposible, igual que para ti. Porque, reconócelo, una vez me amaste, o me quisiste, o lo que fuera, y ahora no puedes decir que me odies, ni que me rechaces. Si no, no me hubieras dejado marchar sabiendo lo que hice. Pero ahora ya no importa. Yo estoy aquí y tú muy lejos.
 

Son las 20:00, tengo que marcharme. En apenas 15 minutos él vendrá a cumplir con su ritual y yo no debo estar aquí. Ellos tampoco. Sé que estoy al límite del tiempo que, si ellos coinciden con él, todo terminará. Pero debo caminar al filo del alambre para que todo funcione, se engrase, para que cuando lo ponga todo en marcha transcurra de forma natural. 

Acabo de llegar a casa. Estoy excitado, nervioso y, en parte, impaciente. Tengo que contártelo, necesito compartirlo contigo. No me preguntes por qué, tengo esa necesidad. Será por esa sensación de inquietud que me gobierna. 
Dejé de escribirte y me disponía a marcharme. Me levanté del asiento metálico y abandoné la oxidada estructura. Adrede, dejé el maletín atrás, falsamente olvidado mientras observaba a los chicos con el rabillo del ojo. Ellos jugaban, al principio ignorándome, pero pronto descubrí alguna mirada furtiva y poco después pasó algo que realmente me reafirmó en que todo va como debe. Uno de ellos se fijó en el maletín y dejó de jugar. Con su mano derecha avisó al que yo he designado como su líder. En ese momento, se detuvieron. El balón siguió su camino sin que nadie le prestara atención, perdiéndose por la línea de fondo. Comprobada su reacción, me di la vuelta y recuperé el maletín. Ellos no dejaron de mirarme. Traté de evitar que una sonrisa se dibujase en mi cara.

 

Abandoné el lugar por el callejón, mientras escuchaba cómo el balón volvía a rodar. Salí a la calle principal y caminé en dirección al centro del pueblo. Al fondo, vi aparecer a Manuel, mi objetivo. Yo desaparecí por una calle lateral y te aseguro que no es casualidad. Me deshice de mi disfraz. Las gafas y el sombrero los guardé en el maletín, la chaqueta la hice descansar en mi antebrazo derecho. Subí por una calle que me llevaba a la parte trasera de la colina que ha sido mi grada durante los atardeceres. Llegué hasta ella. Apenas unos metros antes de llegar a la cima me detuve para no volverme totalmente visible. Desde allí comprobé que ellos se habían ido. Eso me confirma que estaban allí por mí. Poco después llegó él, a ocupar el mismo asiento en el que yo estaba. Sí, todo se está cumpliendo.
 

Con esa convicción llegué a casa y para compartir la excitación que siento he vuelto a escribir esta carta. ¿Por qué estoy tan nervioso? Tal vez sea debido a que mañana, o pasado, o el día que me decida, todo tendrá que encajar y lo hará. 
Hice mi trabajo. Observé a los chicos durante todos estos días, anoté las fechas en que comenzaban a hablar de sus planes, de los preparativos y más tarde la celebración por el éxito conseguido. Pocos días. Son impacientes. Si repiten sus costumbres todo debería concluir pasado mañana. 

 

Tendré que retrasar mi salida del bar quince minutos, asegurarme de que me siguen, apretar el paso para llegar en el momento oportuno al cruce de calles donde se unen nuestros caminos con el de Manuel. Hacerlo justo a tiempo para escabullirme por la misma calle de hace un momento y comprobar, desde la cima de la colina, que ocurre lo que tiene que pasar. Sobre el papel, con los tiempos calculados, tanto los míos como los de Manuel, todo debe encajar a la perfección. 
 

Te dará miedo todo esto, lo sé, yo mismo te aterro. Pero te lo dije, me aseguraré de que nada te afecte.
No te preocupes.

 

Con cariño, ese al que diste nombre,
El Púa.

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