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3 de mayo
 

Querida Estrella,
 

Hoy he cobrado el resto de mi sueldo. El segundo pago de un salario de manifiesta inmoralidad. Estos días te hablé de mis emociones, de la dualidad de las personas. Del bien y del mal. Trato de aplicar esas ideas a mí mismo, pero el resultado de los hechos y el dinero guardado en un sobre descansando sobre la encimera demuestran que formo parte de los tipos malos de este mundo.
 

Han pasado varios días desde que hice el trabajo. Bueno, o al menos desde que cumplí con el encargo. Sé que no quieres saberlo, que no debes, que te meto en un lío, pero recuerda, no sabes desde dónde te hablo, ni de quién te escribo. Lo importante de esto no es que conseguí hacerlo, que también, y me siento moderadamente satisfecho de eso; sino que conseguí ser profesional y recuperar el control de mi vida. Aunque eso no lo sabe nadie, solo yo. Ni siquiera mi jefe, porque eso es lo que es, no es un cliente. Nuestra relación debe definirse como trabajo dependiente, yo no soy un profesional libre, pero lo seré. Sí, cumplí con el trabajo encomendado, para lo que se me hizo venir. ¿Me siento bien? ¿He superado mis limitaciones? ¿Todo aquello que pretendía superar? Te cuento. 
 

Cumplí con mi rutina inventada. Fui al bar y me senté en mi lugar habitual en la barra. Mientras el propietario del bar me servía una cerveza, le hice una confesión, con el tono bajo y cómplice de quien comparte algo muy privado, aunque en este caso era una burda mentira. 
 

«Hoy estoy contento» – le dije - «cerré un buen acuerdo, un contrato que a mi empresa le va a suponer un ingreso mensual fijo. Y a mí ya me ha supuesto cobrar una buena comisión» – informé mientras golpeaba con mi mano derecha el lomo de mi maletín.
 

«Es lo suyo» – me respondió.
 

Luego pagué la bebida sacando el dinero del maletín y simulando ser precavido. Los gestos entre él y los muchachos se repitieron, casi calcados. A veces, me miraban, evaluándome. O quizá clavaban sus ojos en el maletín. Eso era más probable. Traté de ser paciente y lo conseguí, sin mirar mi reloj, comprobando la hora en las manecillas del que estaba instalado tras la barra. A las 20:00 decidí dar el paso, acepté la felicitación del dueño y me marché.
 

«¡A disfrutarlo!» – me deseó antes de salir.
 

Ellos me miraron.
 

Caminé deprisa, sin mirar atrás, sin saber si me seguían. Ladeé un poco la cabeza, tratando de intuirles, descubrir un sonido, unas sombras, algo que me indicara que estaban ahí, para poder medir la distancia que me separaba de ellos, si debía acelerar o frenar el paso. Si por otra parte podía pararme y olvidarme de todo. Al llegar al cruce de calles donde todo podía ganarse o perderse, miré a un lado, buscando al hombre del traje azul, que según mis cálculos debía aparecer el final de la calle. Y sí, allí estaba. Esperé el tiempo suficiente, el necesario para que él ocupase mi lugar. Llegado el momento me perdí por la callejuela prevista, confirmando con una mirada furtiva que, a lo lejos, ellos llegaban. El riesgo de ser visto por todos, era patente. Sentía la adrenalina de la cercanía del éxito y el fracaso, ambos al alcance de la mano. Caminé casi a la carrera hasta mi punto de vigía.
 

Desde allí, con el cuerpo echado a tierra como un espía de guerra, observé. El hombre del traje azul apareció en primer lugar, conforme al plan previsto. Se sentó en la caseta de los suplentes, sacó el libro del maletín y comenzó a leer. Pasaron algunos minutos, tal vez demasiados, mi corazón latía invadido por la expectación. Por un momento estuve convencido de que no iban a aparecer, de que me había precipitado, pero no fue así. Salieron del callejón cubriéndose con las capuchas de sus sudaderas y unas bragas contra el frío que eran totalmente innecesarias. Se acercaron a él y le rodearon. Desde donde estaba no podía escuchar qué decían, pero los gestos indicaban que le pedían el maletín. Él lo agarraba con firmeza y ellos tiraban con más fuerza aun. Su líder sacó una navaja, se la puso en el cuello y acercó su mirada a los ojos de él, colocando las manos en el asa del maletín, tratando de sustituir a las del hombre del traje azul, sin conseguirlo. El joven líder le golpeó y el hombre cayó el suelo, usando su cuerpo para proteger el maletín. Los muchachos empezaron a darle patadas en los costados, algunas en la cabeza, hasta que consiguieron su objetivo y voltearon el cuerpo inmóvil del hombre dejando libre el maletín. Lo recogieron del suelo y lo abrieron apoyado sobre los asientos del banquillo de suplentes. Sacaron documentos del interior sin el menor cuidado, cayendo desperdigados a un lado y otro.
 

«¡Aquí no hay nada!» – los oí gritar.
«¿Cómo que nada?» – preguntó uno de ellos.
«¡Estoy diciendo que en este maletín no hay ningún dinero»
«Tenemos que irnos» – dijo el líder - «si no hay dinero, aquí no estamos haciendo nada.»
«¿Y qué hacemos? ¿Llamamos una ambulancia?»
«Llámala tú si quieres» – le respondió el jefe.

 

Los vi marcharse cruzando el campo de fútbol. Creía que venían hacía mí, pero no, pasaron de largo. Esperé unos minutos, vigilando el cuerpo inmóvil y cuando parecía que no iba a ocurrir, que todo iba a terminar como estaba planeado, entonces, se movió. Bajé la colina, sin despojarme de mi vestuario y llegué hasta él. La imagen de dos personas de idéntico aspecto llamaría la atención, no podía entretenerme mucho tiempo, tenía que ser rápido. Manuel respiraba de forma agitada. Salía sangre de la nariz, la boca y los oídos. Me incliné sobre él, comprobé que tenía la mirada perdida. Iba a morir. Estaba oculto en la caseta, nadie lo veía, nadie llamaría a urgencias. Y aunque así fuera probablemente no sobreviviría. El tiempo que le quedaba por delante solo le ofrecía sufrimiento. De mi propio maletín saqué una pequeña almohadilla, la coloqué tapando su boca y nariz. Por un momento se agitó, poco, ya estaba muy débil, abrió mucho los ojos y se los cerré con la otra mano, cubriéndolos para no verlos. Y al final, todo se detuvo. 
 

Me erguí, sin sentir un ápice de satisfacción. Los documentos estaban esparcidos por el suelo y entonces sentí que aquello era una falta de respeto. Los leí brevemente mientras los recogía y decidí que se vendrían conmigo. Los metí en mi maletín. Mientras me alejaba de allí, pensé en la posibilidad de que alguien me viese, pero no me detuve a comprobarlo. Quizá me confundieran con el hombre del traje azul, como lo hicieron los muchachos, o tal vez no, en cualquier caso, apreté el paso y desaparecí.
 

Nadie me vio. Aquella muerte quedó en lo que fue planeado desde un principio, consecuencia de un robo. Objetivo cumplido.
 

Así que, por un lado, acabo de cobrar y eso siempre es un motivo de satisfacción y, por otro, el jefe está satisfecho con el resultado. Yo, no tanto, he dejado que las emociones me influyan. Era incapaz de matar sin sentir odio y Manuel no me inspiraba ese sentimiento. Tuve que urdir una treta, una escenificación y esperar que otros hicieran el trabajo por mí. Ni siquiera ha sido así, tuve que terminarlo yo, pero no lo maté de un modo profesional, lo hice por piedad. 
 

Otra cosa que me molesta es esa relación de dependencia con mi jefe de la que te hablaba al principio de la carta. Perder el control de mi vida es algo que nunca llevé bien, que me ordenen, duden de mí y me amenacen no es algo que esté dispuesto a soportar por mucho tiempo. Pero bueno, creo que eso lo tengo solucionado. Los documentos que contenía el maletín de Manuel me han dado la solución. Sabes que entiendo de estas cosas, de contabilidad, contratos, cuestiones legales y estos papeles están plagados de información importante. Entiendo ahora por qué mi jefe quería evitar a toda costa que llegasen a manos inapropiadas. Puede que después de todo haya sido así.
 

Tendré que esperar el momento, la oportunidad. Necesitaré observar mucho más, recopilar más información, hacer infinidad de anotaciones que me permitirán recuperar el control de mi vida. Resulta curioso el hecho de que la opción para ello requiera pasar información a la Guardia Civil, pero si a mi jefe se le ocurre volver a amenazarme no me temblará el pulso. Yo también tengo mis cartas que jugar.
 

Como ves, no puede decirse que haya superado el reto que suponía este trabajo. Tendré la oportunidad de averiguarlo en el futuro, veremos de lo que soy capaz. ¿Me he convertido en un asesino a sueldo? ¿En un solucionador de problemas? ¿Formo parte de lo bueno o de lo malo de la sociedad? Para mi jefe soy necesario. Supongo que todo depende del prisma con el que se mire. Algún día me gustaría comprobar cómo me ves a través del tuyo. Espero con impaciencia la llegada de ese momento.
 

Antes de despedirme, tengo que confesarte algo. Nunca te enviaré estas cartas. No sé si finalmente las escribí como terapia o con la esperanza de tener una amiga, pero da igual. Te dije que te protegería, que no te pondría en una situación difícil y recibir estas cartas lo es. Te quiero, no sé si como amiga o como algún tipo extraño de amor platónico, pero lo que siento es sincero. Algún día iré a verte, espero poder mostrarte mi lado bueno.
 

Con cariño, ese al que diste nombre,
El Púa.

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