12 de abril
Querida Estrella,
Ayer estuve de compras. Hacía tiempo que no lo hacía y aunque era por cuestiones de trabajo ha hecho que me sienta como una persona normal. Lo primero que hice fue comprarme un traje. No te haces una idea de las ganas que tenía. Era un poco difícil, porque necesitaba encontrar uno muy concreto. Lo tenía todo anotado, tejido, color azul marino, de doble pecho y algo anticuado. No requería una marca en especial, lo que no sabía si iba a ser una ventaja o un problema. Me costó un poco, pero al final lo encontré, no es exactamente el mismo, pero me servirá.
Peor se me dio lo del sombrero. Ahí estaba perdido. Por completo. Nunca tuve uno, así que cuando el tío de la tienda empezó a preguntarme no sabía contestar. Tuve suerte, había sombreros expuestos y uno de ellos era muy similar a lo que necesitaba. Me lo llevé y me fui a comprarme unas gafas de montura negra. Eso fue fácil. Luego fui a comprar un maletín, en eso no tenía muchas esperanzas. El que necesitaba debía ser viejo, desgastado, con la multitud de los años sobre él. En mis paseos encontré un mercadillo que se instalaba los miércoles, en el que la gente vende antigüedades, algunas son auténticas curiosidades, aunque otras me parecen vulgar basura. Esa era mi única oportunidad, aunque, por otro lado, el hecho de no poder reproducir todas las cicatrices de ese maletín hacía que me valiese casi todo. Y encontré uno. No es exactamente igual, pero el color y el tamaño coinciden, creo que servirá. O eso espero.
Ahora te escribo sentado en la pequeña colina junto al campo de fútbol, pero me he pasado el día en casa, frente al espejo, caminando, adoptando una postura y una forma de caminar que me haga ser como él. Que mis andares y mi complexión se acomoden a la suya. La estatura es parecida y eso me ayuda, aunque yo estoy un poco más delgado, pero creo que eso puedo arreglarlo.
Me estoy dando cuenta de que te estoy contando cosas que no debes saber. Lo siento. Sé que estoy incumpliendo mi promesa de no volver a escribirte. Me digo a mí mismo que no estoy haciendo nada malo, que son cartas entre amigos. Bueno, es verdad, son solo mis cartas y no puede decirse que seamos amigos, aunque una vez lo fuimos. A mí me parece que hemos vuelto a serlo.
Tú me recordaste nuestra amistad y también ese detalle que ahora me acompañará siempre. Lo soltaste así, sin pensar, cuando te sentías más débil. No en vano, estuviste al borde de la muerte y yo te salvé. Estábamos ahí, en aquella habitación, llovía a mares, tengo la imagen grabada en mi mente. Y lo dijiste: «te llamábamos El Púa». Me pusisteis ese mote porque cuando estábamos en el instituto, fíjate si hace años que nos conocemos, me dio por no afeitarme y cuando nos saludábamos con un beso, pinchaba a todas las chicas. Ese fui yo, hace mucho tiempo. Por eso firmo estas cartas con ese nombre, tú me lo diste. Yo, inevitablemente, tuve que renunciar al mío. Era el tipo sin nombre. Me gusta pensar que sigo siendo ese chaval de antes y este apelativo, de alguna manera, me conecta con él. Y entre otros muchos recuerdos que compartimos, uno especial, el de ese momento, de hace tantos años, en el que me susurraste una canción al oído. Ahora, cuando la escucho, se me pone el vello de punta. Aquella vez no reaccioné y te pido perdón por ello y por todo. Hay tantas cosas que no debí hacer…
…
Disculpa si mi letra es un poco peor. Tuve que dejar de escribirte y ahora, con menos luz, me cuesta un poco de trabajo. Sé que podría seguir en casa, pero necesito contarte esto ahora mismo.
Lo que ha ocurrido es que apareció el hombre del traje azul, para disfrutar de su momento de evasión, solo que en esta ocasión venía acompañado de su nieta. En lugar de leer, jugaron a la pelota en el campo de fútbol. Había algo nuevo en él, incluso en la niña, aunque a ella la vi muy poco. Pero ambos tenían otra luz en el rostro. Y una sonrisa.
Esa armonía duró poco, como quince minutos o así. La escena se rompió cuando aparecieron los padres de la niña. Una breve conversación en la que el padre marcó los tiempos, a veces dejando que el abuelo se expresase, pero cortándole cuando le interesaba. Desde mi posición era incapaz de escuchar lo que decían, pero no lo necesitaba, ya sé cómo funciona esa conversación.
La madre se quedó unos pasos atrás, alejada de los dos hombres, con la niña abrazada a las piernas. Le acariciaba el pelo gris a su hija en un intento de consolarla. No podía ver sus lágrimas, pero estoy seguro de que ya no tenía la misma luz en su mirada.
La conversación entre los dos hombres terminó, el hombre del traje azul fue el primero en marcharse. A continuación, el padre le indicó a su familia que volvieran a casa. En ese momento, reparó en mí, me miró. Estuve a punto de saludar, pero me contuve. Sé que no era el momento. Pero no tardó en llegar.
Cuando estuvo solo, el padre ascendió el sendero que conducía hasta mí. Yo me levanté para recibirle y escuchar lo que tenía que decirme. Cuando lo hizo, mi jefe me preguntó qué estaba haciendo allí. «Trabajar» - le contesté. Se quedó unos segundos callado y después me dijo que le parecía una imprudencia que me dejase ver tan cerca de la casa de su suegro. Yo le contesté que me dejara hacer mi trabajo. En ese momento se me quedó mirando con esa expresión tan suya, y que ya reconozco, aunque la haya visto solo dos veces, pero que se te clava dentro de tal manera que es imposible olvidarla. Cuando habló fue mucho más contundente. Creo que lo tiene ensayado, te mira, te habla y te destroza; sin levantar la voz, desde la calma. En cierto modo, me parece admirable. Me ha dicho:
«No me parece que estés haciendo tu trabajo, sinceramente. Creo que fui claro al respecto. No tenemos tiempo. En cualquier momento Manuel puede filtrar información a la Guardia Civil, si no lo ha hecho ya. Si eso ocurre, si está pasando, se acabó. Sobre todo, para ti. Yo tengo dinero para pagar abogados, tengo control sobre ciertas personas que tienen la capacidad de minimizar las consecuencias de algo así. Perdería mucho dinero, sin duda, pero creo que podría recuperarme con el tiempo. Pero, dime una cosa ¿qué necesidad tengo yo de todo eso? ¿por qué tengo que perder todo lo que mi familia ha construido a lo largo de los años? ¿por qué mi padre, que fundó la empresa, tiene que vivir el momento de perderlo todo para volver a empezar? Eso no va a pasar y voy a decirte por qué. Tú vas a hacer tu trabajo, y vas a cumplir con él, ya. No sé cómo lo tienes planeado, ni me importa, a decir verdad; pero vas a hacerlo. Vas a acabar con la vida de Manuel. Porque si no lo haces, tú sí que vas a perderlo todo. Volverás a la pobreza de la que te saqué o lo que es peor, irás a la cárcel, la que has estado intentando evitar durante tanto tiempo. Si te das cuenta, tú y yo estamos en el mismo barco, en la lucha por conservar lo que hemos conseguido. Ellos, forman parte de otra cosa, de unos valores distintos. No seré yo el que los juzgue mientras no se interpongan en mi camino, pero si lo hacen, no voy a quedarme de brazos cruzados. Y me da que tú tampoco. Te elegí por eso, porque somos iguales. No lo olvides, ni me hagas tener que recordártelo, me parecería una pérdida de tiempo.»
A continuación, permaneció unos segundos en silencio, observándome, como si analizara mi expresión, la posible reacción que pudiera tener. Evaluándome. Hizo, exactamente, lo que hago yo, lo que mejor se me da y me di cuenta de que tenía razón. Sí, éramos iguales. Mis dudas terminaron de forma tajante. Lo único que siento y a lo que me resisto, es que esta realidad, esta verdad, me aleja de ti. Y bueno, tampoco me gusta que él tenga el control de mi vida.
Pasó un tiempo que no puedo calcular y se marchó, advirtiéndome de que esos encuentros no se podían volver a repetir.
Manuel, ese es el nombre de mi objetivo. Lo he pensado mientras mi jefe se alejaba. Esta pequeña elevación me aporta tranquilidad, o lo hacía, porque lo que ahora siento es cierto desasosiego. Pasará. Mañana me pondré manos a la obra y volveré a ser yo. Serio, profesional, sistemático. Haré lo que tengo que hacer y continuaré con mi vida, la que puedo tener.
Te echaré de menos.
Con cariño, ese al que diste un nombre,
El Púa.